El Borbón de Cristal
Hermano mayor de don Juan de Borbón y tío de Juan Carlos I, Alfonso de Borbón y Battenberg (1907-1938) pasó con infinita más pena que gloria por este mundo. Murió como había vivido: solo y abandonado por los suyos.
Nadie, al nacer, hubiera vaticinado la especie de bruja maléfica que asoló su existencia desde que fue operado de fimosis por sus médicos, en Palacio. Enseguida se confirmó que aquel niño rubio y de ojos azules, la viva estampa de su madre la reina Victoria Eugenia, era hemofílico.
“El Borbón de cristal” creció así al margen de otros niños de su edad, sin que le estuviera permitido correr o saltar por temor a que un simple hematoma pusiese en peligro su vida, pues en aquella época los hemofílicos tenían una esperanza de vida, en circunstancias normales, de tan sólo veinte años.
Como primogénito del rey Alfonso XIII, Alfonso de Borbón y Battenberg estaba llamado a suceder a su padre en el trono; no en vano ostentó el título de príncipe de Asturias hasta junio de 1933, cuando su padre le obligó a renunciar a la Corona de España por casarse con una persona que no era de estirpe regia: la cubana Edelmira Sampedro.
Sólo diez días después de su renuncia, hizo lo mismo su hermano el infante sordomudo don Jaime, que también se había desposado con una persona alejada del círculo de la realeza, como sin duda era Emanuela de Dampierre, madre del duque de Cádiz.
Tras las sucesivas renuncias de sus dos hermanos mayores, los derechos sucesorios recayeron así en don Juan de Borbón, padre del actual rey de España. Pero nada hizo sufrir tanto al príncipe doliente como el alejamiento de sus padres cuando más los necesitaba, en su mismo lecho de muerte.
Meses antes de caer enfermo, Alfonso había desafiado públicamente a su padre, desdiciéndose de su renuncia al trono de España. El rencor de Alfonso XIII pudo más al final que su corazón de padre, impidiéndole acompañar a su primogénito en sus últimos momentos.
Postrado en el lecho de una desangelada habitación del hospital Gerland de Miami, el príncipe se dispuso a consumir la gran tragedia de su vida en completa soledad. Era el 8 de septiembre de 1938. A su derecha, el cuarto donante de aquella agitada noche extendía el brazo para que, gota a gota, la sangre pasase a las azuladas venas del moribundo.
Tan sólo cinco horas después, Alfonso de Borbón se despidió para siempre del mundo de los vivos, sin haber podido hacerlo, como hubiese deseado, de sus padres. Victoria Eugenia no llegó a tiempo de verle con vida, pese a que lo intentó; al contrario que Alfonso XIII, que permaneció impasible en Roma.
La última gran tragedia de su vida había sucedido poco después de conocer a Mildred Gaydon, una cigarrera de un club nocturno de Miami, cuando el coche en que viajaba la pareja se empotró contra un poste telefónico. La hemofilia desató una imparable hemorragia interna en don Alfonso, que horas después murió desangrado.
Mildred, muy afectada, lloró desconsoladamente en el funeral, pero fue incapaz ya de asistir al entierro en el Graceland Memorial Park de Miami, al que sólo acudieron tres personas.
De vez en cuando alguien depositaba flores secas sobre la lápida del nicho. Al cabo del tiempo se supo que las mandaba, desde el otro lado del Atlántico, la reina Victoria Eugenia, destrozada al enterarse de que las últimas palabras de su primogénito habían sido para reclamar desesperadamente su presencia. Incluso en el último instante de su vida, a su hijo le acompañó la desgracia.
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